El mecánico cubano de 36 años tiene la mirada perdida mientras recuerda cómo funcionarios de la estación migratoria Siglo XXI rompieron el documento que le acreditaba como solicitante de refugio en México. Era el principio de una pesadilla que empeoraría con la llegada de más migrantes detenidos: cubículos de 4×3 metros para 50 personas, heces que rebosaban las letrinas, falta de comida y agua. Ver vídeo.
Las mujeres dormían en los pasillos o en el comedor entre ratas, cucarachas, excrementos de palomas, niños llorando, madres reciclando pañales y el desprecio de los guardias. “Nos tiraban ahí como animalitos”, dice una joven hondureña.
Miles de migrantes que entran a México de manera irregular acaban en este lugar, considerado el centro de detención migratoria más grande de América Latina. Ubicada en Tapachula, cerca de la frontera con Guatemala, la vida transcurre en la estación Siglo XXI lejos del ojo público y se han denunciado reiterados abusos que incrementaron con el hacinamiento registrado esta primavera.
El Instituto Nacional de Migración (INM), encargado de las instalaciones, negó a The Associated Press permiso para visitarlas y no respondió a una solicitud de comentarios. Pero una veintena de migrantes, funcionarios y miembros de ONG describieron el centro como un lugar insalubre, sobrepoblado y donde reina la arbitrariedad de los agentes al mando. La mayoría hablaron bajo condición de anonimato por temor a represalias.
Washington ha exigido a México que reduzca el flujo de migrantes, la mayoría centroamericanos que huyen de la pobreza y la violencia, pero también cubanos, haitianos y africanos. Además, el presidente Donald Trump mantiene viva la amenaza de poner aranceles a las importaciones mexicanas si no se cumple ese objetivo. Y aunque el gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha lanzado un plan para enfrentar la llegada creciente de extranjeros, diversos observadores advierten que México no tiene los medios para albergar a más detenidos.
Si se detiene a más migrantes, “no se cuenta con la infraestructura correspondiente”, dijo el jueves Edgar Corzo, de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, durante un recorrido justo antes del anunciado despliegue de 6.000 efectivos de la Guardia Nacional para ayudar a las labores de control migratorio.
Esta entidad oficial denunció a finales de abril que había más de 2.000 personas en la Siglo XXI, un lugar construido para 960. Cientos fueron trasladados a otras instalaciones, pero la semana pasada había 1.230 migrantes, según Corzo. Otras instalaciones en Tuxtla Gutiérrez, también en Chiapas, albergaban a 400, aunque están habilitadas sólo para 80.
“No imagino la estación siglo XXI teniendo tantas personas, todavía pongan 100 o cientos más… las estaciones migratorias no están para dar una respuesta de mayor capacidad porque han sido superadas”, añadió Corzo.
La Siglo XXI es una estructura carcelaria con muros de cinco a diez metros de alto, torres de control, cámaras de seguridad y espacios con techos enrejados por donde patrullan los guardias. Incluso hay una celda de castigo, el “Pozo”, que el gobierno se comprometió a no usar más, aunque el Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, una de las pocas ONG que tienen acceso, no ha podido confirmar que eso sea cierto.
Al cruzar las rejas y dejar atrás a quienes abarrotan la entrada en espera de información, hay un patio y una especie de muelle de carga y descarga de seres humanos que van y vienen en autobuses.
A los que llegan, detenidos en redadas o engañados diciéndoles que iban a verificar sus papeles, les confiscan cordones de zapatos, cinturones y celulares, aunque siempre hay quien luego les ofrece una llamada, un cigarro o comida extra si pagan por ello, coinciden varios que estuvieron detenidos ahí.
Voces dentro y fuera de México, como el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, han denunciado desde antes de la crisis actual que los migrantes son detenidos sin los estándares mínimos, a veces son extorsionados o no tienen un debido proceso. También han pedido que la detención sea algo excepcional y que se elimine por completo en el caso de niños y adolescentes. Esto no ha ocurrido y una niña guatemalteca murió en mayo en la estación migratoria de Ciudad de México en circunstancias todavía bajo investigación.
Graciela, una hondureña de 29 años, cuenta que cuando estuvo en la Siglo XXI no podía ni dormir por el miedo a que le quitaran a sus dos pequeños, dos flaquitos de 7 y 9 años. Los rumores se mezclaban con la angustia, la falta de información y la insistencia de los agentes para que aceptara el retorno al país del que salió huyendo.
“(Los niños) me decían ‘vámonos´, ‘¿por qué estamos aquí?’”, recuerda. “A veces llorábamos todos”. Graciela salió de ahí porque logró que aceptaran su petición para solicitar asilo en México.
Julio, un cubano de 15 años, fue detenido junto a sus padres, pero separado de ellos nada más llegar a la Siglo XXI. Aunque estaban en la misma instalación, pasaron periodos incomunicados.
Su madre recuerda cómo ella entró en pánico después de uno de los motines que se dio en el lugar, porque no sabía cómo estaba su hijo y los rumores proliferaban. “Lloré, imploré para que me dijeran si estaba bien, pero nada. Tardé cinco días en verle”.
El canciller mexicano, Marcelo Ebrard, ha reconocido recientemente que el gobierno no se ha preocupado en atender las instalaciones migratorias en la frontera sur, que están “muy por debajo de los estándares”, y Tonatiuh Guillén, hasta el viernes el jefe del INM, reconoció en una entrevista reciente con AP que “tienen un modelo muy severo de control”.
Sin embargo, López Obrador insiste en que el respeto a los derechos humanos es la máxima de su política migratoria y su gobierno dice estar estudiando opciones para construir nuevas instalaciones migratorias y Maximiliano Reyes, subsecretario de Exteriores, anunció en conferencia de prensa que justo este lunes comenzaba un plan de remodelación, modernización y mejora de las mismas.
Curiosamente, entre las medidas anunciadas está mejorar la salubridad de estos lugares y poner más cámaras de vigilancia y controles biométricos de los migrantes. Reyes, que hizo estos comentarios durante una conferencia de prensa en Tapachula, no explicó, sin embargo, cómo se atajaría el principal problema, el del hacinamiento.
La desinformación a la que son sometidos los migrantes es otro de los grandes problemas que todos denuncian. Sin embargo, pese a ella, a todos los que entran pronto les queda claro que solo hay dos maneras de salir: deportados en un autobús o con una solicitud de asilo como la que le rompieron al mecánico cubano. Que este documento –que teóricamente garantiza la libertad de un migrante– pueda ser destruido tan fácilmente, es una muestra más de la arbitrariedad que hay en el lugar.
El gobierno federal ha reconocido que el INM es una de las instituciones más corruptas del país. Se han depurado a más de 600 funcionarios y a la Siglo XXI han llegado nuevos agentes, aunque se desconoce cómo va el proceso de depuración ahí.
Según Salva Lacruz, del Fray Matías, el centro sigue en manos “negligentes, irresponsables y racistas” que operan al margen de las directrices de Ciudad de México. Un funcionario migratorio recién llegado calificó a algunos de sus compañeros de “inhumanos”.
Por eso, en medio de la desesperación, se encontró otra formar de salir: amotinarse y escapar.
Más de 600 personas se fugaron en abril, algo nunca visto en México. En videos publicados en redes sociales se ve a gente corriendo por la entrada principal y las rejas abiertas. Los migrantes aseguran que la fuga fue alentada por las autoridades. Éstas lo niegan.
“Algunas celdas no tenían candado ese día”, asegura el mecánico que no huyó por temor a ser deportado.
Los motines elevaron la tensión, los choques entre internos, el miedo de los trabajadores y las represalias contra los cubanos, acusados de ser instigadores de los levantamientos.
Eliezer Pino, Jonathan Eduardo Merrero, Yunier Rives, Yasiel Rodríguez, Danilo Claro y Eduardo Martínez dicen haber sido seleccionados al azar durante uno de los motines, llevados detrás de unos autobuses y golpeados. Pino dice que lo patearon entre seis y casi le reventaron el ojo de un puñetazo. Su único delito, dicen todos, fue gritar “¡queremos salir!” y avanzar hacia la puerta junto a otros. Los policías federales, que apoyan en tareas de seguridad, evitaron una paliza mayor.
Una treintena, incluidos ellos, fueron trasladados esa noche a una caseta de migración en la carretera donde pasaron 45 días en condiciones similares a las de la Siglo XXI. “Pensé que no iba a salir cuando nos dijeron: ‘son comida para perros´’”, afirma Pino. No salían al sol, apenas se bañaban, casi no dormían. Estaban hacinados e incomunicados.
“Era una tortura, un infierno”, asegura Martínez.
“A mí hasta me velaron”, dice Rodríguez. Su familia en Cuba le creyó muerto.
Algunos no aguantaron y pidieron la deportación. Otros, gracias a las gestiones del Fray Matías, consiguieron solicitar asilo y ser liberados, aunque no pueden salir de Tapachula.
Desde enero, México ha detenido a más de 74.000 migrantes y deportado a más de 53.000, y desde hace semanas pueden verse soldados, marinos y policías federales apoyando las labores de los agentes migratorios o participando en redadas. Algunos de esos efectivos, ahora comienzan a llevar brazaletes que les identifican como Guardia Nacional.
Organizaciones gubernamentales y ONG celebran ciertos avances, como el cierre de cinco pequeñas estaciones, o el reconocimiento de deficiencias, aunque creen que no es suficiente.
Vidal Olascoaga, del Fray Matías, alerta de que pueden imponerse las “devoluciones en caliente, como hace Estados Unidos”, que deporta al migrante al cruzar y sin averiguar si tiene o no necesidades de refugio.
“Los flujos migratorios no se disminuyen por arte de magia y en el corto plazo sólo se logra con detenciones y deportaciones masivas”, asegura.
No obstante, el horror de la detención no detendrá el flujo migratorio.
Yanel, una hondureña de 21 años que estuvo dos semanas encerrada con su hija de dos años, tuvo miedo y asegura que recibió un trato denigrante, pero que lo que había dejado a atrás era peor: un esposo de la Mara 18, una de las pandillas más violentas de Centroamérica, que la golpeaba y casi hizo que perdiera a su bebé cuando estaba embarazada.
Pasar por la Siglo XXI, asegura, “vale la pena si le dan los papeles a uno”.
Todavía no sabe si después seguirá la ruta hacia el norte.