“Esa selva es un infierno”, familias venezolanas las que más cruzan el Darién

“Esa selva es un infierno”, familias venezolanas las que más cruzan el Darién

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Venezolanos lideran la lista de migrantes que cruzan la peligrosa selva de Darién hacia EE. UU.

En el arduo camino por intentar llegar a Estados Unidos, familias venezolanas que migraron de su país, por “supervivencia”, se encuentran a cientos de kilómetros de sus casas, sentadas en el césped, esperando a que se desocupe una carpa para pasar la noche. En esta estación, en un solo día, están llegando diariamente entre 300 y 900 personas que quieren avanzar cuanto antes a Costa Rica y seguir hacia la frontera norteamericana.

La estación migratoria de San Vicente está ubicada en la provincia del Darién, en Panamá. Allí llegan, tras cruzar la peligrosa selva del Darién, miles de migrantes; tan solo en 2021 pasaron por esta frontera entre Colombia y Panamá 134.000 migrantes, de los cuales en su mayoría (62%) fueron haitianos, 14% cubanos, 3% provenían de África y 2% de Venezuela. Este año, sin embargo, la mayoría de migrantes han llegado de Venezuela. De 19.000 personas que cruzaron entre enero y abril, 6.951 provenían de Venezuela, seguido de Haití, con 2.195, en tercer lugar, Cuba, con 1.579, y 1.355 provenientes de Senegal, según datos oficiales del gobierno panameño.

Para llegar a Panamá desde Colombia, los migrantes tienen dos opciones: pagar 400 USD para tomar un bote desde Capurganá (Colombia), hasta Carreto (Panamá) y luego cruzar la selva caminando durante dos o tres días hasta llegar a Canáan Membrillo (Panamá). La otra ruta, menos costosa pero más peligrosa, consiste en caminar desde Capurganá hasta la comunidad indígena panameña de Canáan Membrillo, trayecto que puede tardar entre siete y 10 días y en el que se denuncian constantemente robos, agresiones y casos de violencia sexual.

Una travesía detrás del ‘sueño americano’

Yuleidy Peña tiene 20 años. El 19 de abril de 2019, dice sin dificultad para recordar, dejó su casa en Venezuela y viajó a Ipiales, Colombia, buscando un trabajo para sobrevivir: “Estuve dos años trabajando en un restaurante con mi esposo y enviando plata a Venezuela. En Ipiales tuve a mi bebé, quien ya tiene un año. Lamentablemente, la situación se complicó para nosotros porque ya no querían a los venezolanos; no nos arrendaban, no nos dejaban trabajar y por eso decidimos cruzar a Panamá y buscar llegar a Estados Unidos”.

Con el bebé de un año alzado del pecho, Yuleidy y su esposo atravesaron la selva del Darién en siete días. Irse en bote hasta Carreto no era una opción, pues necesitaban 800 dólares para pagar los tiquetes. Optaron, entonces, por cruzar caminando.

“No imaginaba que fuera tan duro. En la selva nos quedamos sin comida y en las noches dormíamos con miedo a la orilla del río porque había muchos animales. Ya en el día, el miedo era por otras cosas. A una mujer del grupo la iban a violar unos tipos de una comunidad local, pero por fortuna el grupo con el que veníamos  peleó y no lo permitió. Lo más duro para mí fue cuando mi esposo se cayó con el bebé tratando de caminar por unas rocas muy grandes. El bebé lloraba mucho porque le dolían las costillas y decidimos caminar sin parar para ver si alguien lo atendía, pues creíamos que tenía rotas las costillas”.

Cuando llegaron a la comunidad panameña de Canaán Mebrillo, Yuleidy tenía 39 de fiebre y su hijo no paraba de llorar. Al no tener un puesto médico cerca, fueron embarcados por el Servicio Nacional de Fronteras de Panamá (Senafront) en el primer bote para la estación de San Vicente. “Nos trasladaron después al hospital en Metetí y nos hicieron exámenes. Parece que por tantos golpes que me di en la selva y por no comer durante cuatro días tenía baja la hemoglobina. En el camino, después de quedarnos sin comida, solo bebíamos agua de río y si queríamos comer un coco en una comunidad, por ejemplo, tocaba hacer limpieza o pagar cinco dólares. Ahora, para seguir a Costa Rica necesitamos 40 dólares por persona que no tenemos. Mientras tanto vivimos acá, con el bebé enfermo”.

Al lado de Yuleidy, en otra carpa, duerme José Méndez, venezolano de 25 años, con su esposa y su hijo de un año. Los tres llevan 19 días en la estación de San Vicente; no han logrado salir porque el bebé no ha sido registrado.

“En Ecuador nos negaron la nacionalidad porque nosotros no teníamos papeles, entonces solo dieron un acta de nacido vivo y así no nos dejan seguir hacia Costa Rica. Nos toca hacer una prueba de ADN y ver luego cómo lo registramos, pero estamos cansados, desesperados”.

José salió con su esposa, Yanleidis, de Maracay, Venezuela, a buscar trabajo en otro país. Ahora, dicen, se sienten “encerrados”, pues no pueden salir de la estación hasta que se defina la prueba y un juez la avale. “No poder trabajar, no poder tener un lugar para dormir y algo de privacidad de verdad que enloquece. Hacemos lo que podemos, pero estamos desesperados”, agregaba José.

Una familia distinta, mismo camino

En la tercera semana de abril de 2022, Hernán Betancourt, de 27 años, y Mariana Tablante, de 21 años, salieron de Miranda, Venezuela, camino a Estados Unidos. La pareja había logrado ahorrar 87 dólares en un año para hacer este viaje. Sabían que el dinero no alcanzaba, pero, como señalaba Hernán.

“Ya no se podía seguir viviendo allá. Mi mamá necesitaba insulina y no tenía, nos estábamos acostando a dormir sin comer y tenemos un bebé de un año, así no se podía. Nos sentíamos ahogados, pero ahogados de verdad”.

La familia Betancourt salió de Venezuela subiéndose a mulas de carga y caminando; lo mismo en Colombia. Cuando llegaron al puerto de Necoclí, en Colombia, se dieron cuenta de que para tomar la ruta más segura por bote debían pagar 800 dólares que no tenían. La única opción era ir por Capurganá, caminando. Con los 80 dólares le pagaron a un guía, compraron pocos alimentos, leche y pañales y emprendieron marcha.

“La selva no es fácil”, cuenta Mariana. “El primer día vimos a una mujer muerta y nos contaron que al parecer había fallecido por la picadura de una culebra. Ese mismo día, después de cuatro horas de caminar, los guías se alejaron del grupo y llegaron unos hombres armados con capucha y nos llevaron a una cueva. Ahí nos hicieron quitarnos toda la ropa, nos tocaron todo el cuerpo y nos robaron. A una chica joven se la querían llevar para violarla, pero ella lloró tanto y gritó tanto que finalmente no lo hicieron. Gracias a Dios”.

Después de este robo, la familia se quedó con algunos pañales, un tarro de leche en polvo y un biberón. “De comer encontramos un chocolate en el bolso y se lo dejamos a la niña. Bebíamos mucha agua de río y nos caíamos seguido porque el suelo estaba muy mojado y fangoso. Mi esposa y mi hija dormían en la orilla del río mientras yo vigilaba que no viniera alguien a robarnos o que apareciera algún animal”, cuenta Hernán.

Cuando llegaron a la cima de una montaña, conocida como “banderas”, un grupo de cuatro personas encapuchadas los interceptó:

“Ya estábamos en el tramo final… Vieron que mi esposa le estaba dando de comer al bebé y sacaron una escopeta y un machete y nos quitaron todo, la leche del bebé, el biberón y los pañales… Nos tocó caminar dos días sin parar, con el bebé llorando por comida, cansados, con dolor de cabeza…Las bajadas y las subidas de esas montañas, con el bebé sufriendo, fueron lo más difícil de todo”.

En la estación de San Vicente, la familia está haciendo trabajo social para que les permitan salir en bus, pues no tienen los 80 dólares que necesitan para llegar a la frontera con Costa Rica. Allí, en San Vicente, Médicos Sin Fronteras atiende un promedio de 150 pacientes cada día por dolencias en la piel, diarreas, dolores en el cuerpo, infecciones respiratorias, entre otras.

En lo corrido del año, la organización ha atendido a 100 pacientes por violencia sexual y, en salud mental, se atienden en promedio siete pacientes cada día por problemas asociados a ansiedad, depresión, estrés agudo y otras afectaciones que deja el peligroso trayecto del tapón del Darién.

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