Llevo 12 horas caminando a través de la maraña de este muro vegetal de 575.000 hectáreas que Panamá y Colombia comparten en la frontera y me doy cuenta, cuando estoy a punto de desfallecer por el cansancio, el calor y la humedad, que si no me levanto y sigo adelante se va a quedar conmigo.
No sería la primera vez: el Tapón del Darién se tragó con sus ramas espinosas a conquistadores españoles, exploradores escoceses, migrantes africanos y asiáticos y hasta un carro estadounidense que quiso cruzarlo a pesar de que aquí no hay un solo centímetro de carretera.
No basta contemplar el Tapón del Darién desde el aire, no lo muestran realmente los satélites ni los mapas y se corre el riesgo de caer en el engaño.
De creer, por ejemplo, que es un gigante verde que está durmiendo una siesta apacible.
olo cuando se camina y se navega durante siete días por sus pantanos y su vegetación pesada como bloque de acero se puede creer que efectivamente duerme, pero está soñando con una guerra. Y una muy fea. Y por ahora, siento, me faltarán piernas para contarlo.
El Tapón del Darién es el lugar donde la carretera Panamericana, ese proyecto que busca unir por tierra el continente desde Alaska hasta la Patagonia, se parte en dos. El único punto que falta para completarla.
Es una jungla inexpugnable, compacta, uno de los territorios infranqueables de América Latina.