La migración de niñas, niños y adolescentes no acompañados se ha disparado en los últimos años y hoy es uno de los fenómenos más sensibles en el tránsito hacia Estados Unidos. Miles de menores cruzan México solos, impulsados por la violencia, la pobreza y la búsqueda de reunificación familiar, enfrentando un camino que pocas veces ofrece garantías de seguridad.
Aunque México cuenta con políticas que buscan proteger a esta población, la realidad muestra instituciones saturadas, albergues rebasados y procedimientos que avanzan con lentitud. Esto deja a muchos menores atrapados por semanas o meses en condiciones precarias, sin acceso constante a salud, educación o atención psicológica.
A pesar de que los cruces irregulares hacia Estados Unidos han disminuido en cifras recientes, el movimiento de menores no acompañados no se ha frenado. Por el contrario, cada año se registran más de cien mil atenciones a niñas y niños migrantes, evidencia de un flujo que se mantiene alto y que supera la capacidad de respuesta del país.
La falta de acompañamiento convierte a estos menores en blanco de explotación, trata, violencia y reclutamiento delictivo, riesgos que aumentan cuando permanecen detenidos de facto en estaciones migratorias o albergues desbordados. Para muchos, el tránsito se convierte en una etapa traumática que deja huellas duraderas.
Este fenómeno también presiona a las comunidades fronterizas y a las organizaciones que intentan apoyar a los menores durante su trayecto. Sin una coordinación regional efectiva, la protección depende más de esfuerzos aislados que de un sistema capaz de responder a la magnitud real del problema.
La situación es crítica: la región enfrenta una generación de menores que migra sola y sin protección suficiente. Los próximos meses serán determinantes para definir si la ruta seguirá marcada por el riesgo o si, finalmente, se construirán mecanismos capaces de proteger a quienes viajan buscando un futuro más seguro.












