Durante su participación en la 80ª Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), México lanzó un fuerte llamado internacional: rechaza “la criminalización de las personas que, por alguna causa, han tenido la necesidad de dejar sus hogares y se ven en necesidad de migrar”. Juan Ramón de la Fuente, secretario de Relaciones Exteriores, defendió que los migrantes —ya sea quienes buscan refugio o quienes huyen de la pobreza o la injusticia— son personas con derechos que aportan con su esfuerzo al desarrollo de las comunidades de acogida.
De la Fuente explicó que México entiende la migración como un fenómeno complejo, con causas estructurales que no se resuelven solo con patrullas fronterizas o políticas de control. Señaló que, para avanzar hacia soluciones reales, hace falta colaboración global y regional, reconociendo las desigualdades, el cambio climático y la violencia, entre otros factores que obligan a millones de personas a emprender rutas hacia países como Estados Unidos. Esta necesidad de mirar “las causas estructurales” fue enfatizada en su discurso.
El canciller también aprovechó para destacar lo que él llama el “humanismo mexicano”, expresado en programas sociales, la construcción de paz, una visión de género y una mayor inclusión —por ejemplo, el hecho de que por primera vez una mujer presida un organismo importante, así como un indígena la Suprema Corte de Justicia de la Nación—. Pero advirtió: esta orientación no implica subordinación, sino coordinación con actores externos, siempre defendiendo la soberanía nacional.
Para quienes migran hacia EE. UU. u otros destinos, estas declaraciones tienen relevancia práctica. Si los países receptores aplican políticas que equivalen a criminalizar al migrante —acusándolo de delito solo por haber cruzado una frontera, o enfrentándolo a detenciones, encarcelamientos o degradación de derechos— eso puede aumentar los riesgos humanos: violaciones de derechos, aislamiento, explotación y separaciones familiares. También dificulta el acceso a servicios básicos, al trabajo formal o a protección legal. Es un escenario que muchos migrantes ya viven en la frontera de México con Estados Unidos de manera cotidiana.
Además, el que México levante esta voz en la ONU podría impulsar cambios en la política migratoria regional. Coaliciones de países latinoamericanos podrían presionar para que las políticas de migración y refugio de EE. UU. y otros Estados no criminalicen al migrante, sino que lo reconozcan como sujeto de derechos. Pero habrá resistencia: legislaciones rígidas, discursos políticos de seguridad y la necesidad de recursos para atender el fenómeno sin caer en vulneraciones.
En conclusión, la criminalización de la migración no es solo un término diplomático: tiene consecuencias reales y urgentes. Las personas obligadas a migrar enfrentan peligro, discriminación y barreras que agravan su vulnerabilidad. Si no se atienden las causas estructurales, y si no se garantizan derechos en tránsito o en destino, los flujos migratorios seguirán dejando víctimas, tragedias humanas y crisis sociales. Lo que viene dependerá de la capacidad de los gobiernos —incluido el de Estados Unidos— para reconsiderar sus enfoques y reconocer que criminalizar al migrante es, al final, profundizar el problema.












