Cada año miles de indocumentados pasan por el pequeño muelle colombiano de Necoclí en su ruta hacia Estados Unidos. El puerto colapsó ante nuevas llegadas de migrantes y unos 10.000 quedaron varados, en una escala imprevista que los está dejando sin dólares para seguir.
El haitiano Remi Wilford viene por tierra desde Chile, donde juntó 1.200 dólares trabajando como panadero durante los últimos cuatro años. Tardó dos semanas en llegar hasta aquí y lleva otras dos esperando para embarcarse rumbo a la frontera que divide a Colombia y Panamá.
“Ahora me quedan solo 150 dólares americanos (…) para ir más lejos va a ser casi casi imposible”, se lamenta mientra aguarda uno de los doce botes que zarpan diariamente.
En Sudamérica “se trabaja por pesos y cobran en dólares”, resume su compatriota Nelson Courcelle, quien paga 25 dólares diarios de hospedaje para él, su pareja y su bebé de 7 meses.
En las últimas semanas el dólar, que en Colombia ronda su máximo valor histórico, circula libremente en Necoclí de la mano de los migrantes.
Wilford, de 34 años, pagó 105 dólares para entrar a Colombia desde Ecuador por un paso ilegal, otros 200 por el viaje de cuatro días en bus hasta Necoclí y algo más, también en moneda americana, para sobornar policías en el camino, según relata a la AFP.
En la siguiente etapa del viaje tendrá que atravesar a pie el Tapón del Darién, conocido como el infierno por su desafiante geografía, las serpientes venenosas y la amenaza de grupos armados.
La supervivencia en un kit
La llegada en masa de indocumentados trajo en los hechos un inesperado alivio para los habitantes de Necoclí, pese a que las autoridades temen una crisis sanitaria por la pandemia y la posible escasez de agua potable.
El coronavirus ahuyentó a los los turistas de sus paradisíacas playas, pero los migrantes están dinamizando la alicaída economía.
Además de acogida, los lugareños les ofrecen por 20 dólares un kit de supervivencia que incluye carpa, machete y un líquido que, aseguran, espanta serpientes.
Otros ofrecen sus casas como posadas, a diez dólares la noche por persona. La tarifa es “carísima”, se queja Wilford, quien comparte una habitación con otras cuatro personas.
“No vamos a quedarnos acá, solo queremos pasar sin hacer daño al país”, aclara el haitiano. Algunos amigos lo esperan en Estados Unidos.
En condiciones normales, ya habría llegado a Centroamérica, pero los confinamientos y cierres de fronteras impuestos durante 2020 provocaron un represamiento de migrantes.
En 2019 unos 1.000 “irregulares” entraron a Panamá por el Darién desafiando depredadores y barrancos, según autoridades de ese país.
Entre abril y octubre del año pasado el tránsito prácticamente cesó y volvió a repuntar este año. En enero, último mes del que se tiene registro, unas 1.000 personas hicieron el cruce.
En mayo, cuando Colombia reabrió sus fronteras terrestres y fluviales, este municipio de 45.000 habitantes donde escasea el agua potable empezó a recibir un flujo insólito de migrantes, en su mayoría haitianos.
La ruta habitual implica cruzar en lancha el Golfo de Urabá, un cuello de botella de 60 kilómetros.
Pero la única naviera del pueblo no dio abasto y los migrantes se fueron acumulando. En la playa de Necoclí ahora suena la música creole y abundan los relatos de frustración y escape.
Sueños de fuga
Wilford describe a su natal Haití como “una democracia falsa”, tras el asesinato del presidente Jovenel Moise a manos presuntamente de mercenarios colombianos complotados con políticos de ese país.
“¿Cómo voy yo a vivir sin presidente, con una policía que no sirve?”, enfatiza su compatriota Nelson Courcelle.
Como muchos, migraron hace años a Chile o Brasil. Dicen que esos países no renovaron sus visas de trabajo y por eso viajan al norte buscando “una vida decente”.
Pero en su huida deben cruzar por una región colombiana con sus propios problemas.
El Clan del Golfo, la mayor organización armada del narcotráfico, ejerce como una autoridad a la sombra en Urabá, una de las zonas más castigadas a lo largo medio siglo de conflicto armado con ejército, guerrillas y paramilitares.
“Dicen que aquí (hay) un problema, que Necoclí está en caos. No, la gente está es trabajando”, dice Juan Pablo Guevara, de 34 años y quien alquila casas para los migrantes. En los últimos meses ha visto sus ingresos multiplicarse por diez.
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