La travesía hacia el norte ya no depende únicamente de voluntad o valor: según el antropólogo Víctor Clark, “cruzar la frontera solo depende de cuánto dinero tienes en la bolsa”. Las rutas de migración hacia Estados Unidos han quedado sujetas no solo a controles fronterizos, sino a la tarifa que exigen los traficantes de personas —también conocidos como “polleros” o “coyotes”—, una realidad ignominiosa detrás del sueño americano.
Clark distingue dos lógicas: por un lado los polleros locales que operan en zonas como Tijuana–San Diego, y por el otro los “internacionales”, pertenecientes a cárteles que movilizan personas desde varios países. Esa migración “invisible”, sin visibilidad pública ni rutas definidas, opera al margen incluso de los muros y patrullas que supuestamente frenan el flujo migratorio.
Las cifras son contundentes. En un pasado reciente se registraban entre 15 000 y 20 000 migrantes diarios esperando cruzar. Hoy ese número se ha desplomado: la cifra ronda los 7 000 diarios a lo largo de toda la frontera norte de México. Mientras tanto, el flujo de repatriados diarios —antes de alrededor de 3 000— ahora ocurre en una escala mensual. Esta caída del 93 % en cruces detectados no se traduce en una desaparición del fenómeno, sino en un endurecimiento de la migración y un mayor control de los pasos oficiales.
Sin embargo, que el número haya bajado no significa que cruzar sea seguro o gratuito. Clark afirma que el precio oscila entre 15 000 y 30 000 dólares, dependiendo de la ruta, del traficante, y del margen de riesgo que estén dispuestos a asumir los migrantes. Y la “comisión” no termina cuando se paga: robos de visas, maquillajes para hacer pasar a otra persona, montajes complejos en aeropuertos y cruces peatonales, todo esto forma parte del entramado.
Los riesgos humanos son mayúsculos. Migrantes denuncian extorsión, violencia sexual, corrupción por parte de grupos criminales e incluso de autoridades que permiten el paso o hacen la vista gorda. El hecho de que solo “cruce la mejor mano de obra que pudo sobrevivir a los riesgos” resume el tipo de selección implícita en esta migración forzada por el dinero y por la vulnerabilidad.
Además, el impacto social no se agota en el cruce. En la zona de Tijuana–San Diego, el consumo de fentanilo pasó de ser un asunto marginal a un grave problema a partir de 2017, vinculado al tránsito de personas deportadas que ya habían estado expuestas a este narcótico en Estados Unidos. El fenómeno evidencia que la ruta migratoria es también entorno de vulnerabilidad, creatividad criminal y crisis humanitaria.
En resumen: la migración hacia Estados Unidos sigue siendo un camino peligroso, costoso y desigual. Para quienes lo intentan, no se trata solo de cruzar una línea, sino de afrontar un pago elevado, un protocolo ilegal —y una apuesta por la vida—. Y el cierre es claro: mientras los controles se endurecen y los precios suben, miles quedan atrapados entre la esperanza del norte y la sombra del riesgo.












