La desesperanza se ha convertido en una constante entre miles de migrantes que buscaban una oportunidad en Estados Unidos. Ante los largos procesos judiciales, los costos legales y la baja tasa de aprobaciones, cada vez más personas están eligiendo la deportación voluntaria, una medida que —aunque suene menos drástica— representa un punto final en su sueño americano. Según datos del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) citados por CNN, en lo que va del año más de 47,000 migrantes han solicitado este tipo de salida, un aumento del 18 % respecto a 2023.
A simple vista, la deportación voluntaria permite a la persona regresar a su país por decisión propia y sin una orden formal de expulsión, lo que en teoría deja la puerta abierta para volver a aplicar en el futuro. Pero, en la práctica, quienes la eligen lo hacen por agotamiento emocional y económico. Muchos pasan meses detenidos, sin acceso a asesoría legal efectiva, y pierden la fe en el sistema. “Ya no podía más. Preferí regresar viva que seguir esperando una respuesta que nunca llegaba”, declaró una migrante hondureña desde un centro de detención en Texas, citada por CNN.
Los abogados de inmigración advierten que este mecanismo, aunque legal, se está convirtiendo en un escape silencioso del sistema. “La gente no renuncia porque quiera, sino porque no ve justicia. Están cansados, endeudados, y emocionalmente rotos”, explicó un defensor público de Arizona. Organizaciones civiles han alertado que las demoras en las cortes migratorias —que suman más de 3.5 millones de casos pendientes, según el Transactional Records Access Clearinghouse (TRAC)— están empujando a miles a abandonar sus casos por agotamiento.
El problema también refleja una crisis estructural del sistema migratorio estadounidense. En algunos estados, los juicios se fijan hasta para 2029 o 2030, y las audiencias pueden postergarse indefinidamente. Esto deja a los migrantes en una especie de limbo legal, sin poder trabajar ni regularizar su estatus. CNN detalla que, ante la falta de recursos, muchos optan por firmar acuerdos de salida antes que pasar más tiempo detenidos o sin certezas.
La deportación voluntaria no garantiza un regreso fácil. Quienes la solicitan deben costear su vuelo de vuelta, no pueden volver a Estados Unidos en años, y arrastran el estigma social y económico del “fracaso”. En países como Guatemala o El Salvador, algunos retornados afirman haber vendido todo para llegar al norte y ahora enfrentan de nuevo la pobreza o incluso las amenazas de violencia que los hicieron huir. “Uno vuelve con las manos vacías y con miedo de volver a intentarlo”, dijo un exsolicitante de asilo guatemalteco entrevistado por CNN.
Mientras tanto, defensores de derechos humanos instan al gobierno estadounidense a acelerar los procesos judiciales y garantizar apoyo legal antes de que más personas se vean forzadas a rendirse. Pero en un contexto de endurecimiento de políticas y sobrecarga institucional, las perspectivas no son alentadoras. Cada deportación voluntaria marca el fin de una historia de lucha y esperanza truncada. Y en ese silencio, EE. UU. pierde no solo migrantes, sino también vidas que alguna vez apostaron por integrarse y contribuir.