La política migratoria de Estados Unidos vive un giro profundo. En los primeros diez meses del segundo mandato de Donald Trump, la U.S. Immigration and Customs Enforcement (ICE) se ha convertido en una de las agencias federales más reforzadas del país, con un presupuesto y una estructura de poder que han crecido de manera abrupta.
El paquete aprobado en la reforma fiscal de julio asignó 170 700 millones de dólares para leyes y proyectos migratorios en los próximos cuatro años, de los cuales el ICE obtendría 75 000 millones. De ese total, 45 000 millones están destinados a nuevos centros de detención y casi 30 000 a expandir su plantilla y operaciones.
El crecimiento de agentes es igualmente notable: la agencia cuenta ya con cerca de 21 000 agentes en los 50 estados, y busca sumar 10 000 más antes de que termine el año. Los incentivos incluyen bonos de ingreso de hasta 50 000 dólares, condonación de deuda estudiantil de 60 000 y otros estímulos. Además, la medida va acompañada de la reapertura y ampliación de centros de detención migratoria —algunos situados en zonas remotas o con condiciones señaladas por ONG como deficientes—, lo cual impacta directamente en la experiencia humana de los migrantes.
Una pieza clave del nuevo engranaje es la reactivación del programa 287(g), que permite a cuerpos policiales estatales y locales colaborar con el ICE en arrestos, detenciones y entrega de migrantes. Entre enero de 2025 y octubre se firmaron 1.034 acuerdos de este tipo, especialmente en estados como Florida y Texas, con más de 200 cada uno. Estos mecanismos implican una presencia mayor de la autoridad migratoria en el día a día de comunidades enteras, y generan advertencias de organizaciones de defensa de derechos humanos sobre efectos de desconfianza y temor en las comunidades inmigrantes.
Desde la perspectiva de las personas inmigrantes, los riesgos se multiplican. Con más agentes, más centros de detención y mayor colaboración local, aumentan las redadas y traslados forzados. Las personas detenidas alegan traslados constantes para dificultar su acceso a representación legal o apoyo familiar. Este panorama complica aún más la situación de quienes migraron en busca de oportunidades o seguridad, y enfrentan ahora un ámbito de control mucho más amplio, indefinido y menos predecible.
El impacto social no se limita a la suspensión del sueño migratorio: también toca a las comunidades que viven junto a personas indocumentadas. Al delegar funciones migratorias a policías locales, crece una cultura de vigilancia múltiple y temor, que puede frenar incluso la comunicación con autoridades locales por miedo a ser identificados como migrantes. Como señala el abogado John Cano: “Hacen a la comunidad menos segura porque al redirigir los recursos para implementar la ley migratoria, se pierde el foco en lo que está pasando a nivel local.” El resultado puede ser una doble vulnerabilidad: migrantes con miedo de acudir a servicios y comunidades enteras expuestas a la tensión del control expandido.
¿Qué sigue? Si bien la meta de “la mayor deportación de la historia” aún está lejos de concretarse plenamente, la estructura para lograrla está en marcha. Con presupuesto, agentes, centros y alianzas locales reforzados, el riesgo es que el ejercicio migratorio y la búsqueda de protección en EE. UU. se vean sometidos a un nuevo régimen de aplicación aún más duro. Para quienes migran, para sus familias, y para las comunidades receptoras, el mensaje es claro: el contexto de control se endurece, las rutas de movilización se complican y las consecuencias pueden ser graves y duraderas.
La expansión del poder del ICE no es una tendencia menor ni pasajera: representa una transformación del sistema migratorio estadounidense con efectos inmediatos. En este escenario, los obstáculos para migrar, permanecer o integrarse se amplían; las consecuencias humanas se convierten en historias de separación, detención y presión; y lo que viene después podría redefinir aún más quién puede —y quién no puede— permanecer en Estados Unidos.